viernes, 27 de julio de 2012

Adictos a la deuda

   Éramos felices. La expansión crediticia artificial basada en la creación de dinero nos instaló en una burbuja de bienestar que creíamos eterna gracias a la manipulación que los bancos centrales y los gobiernos hacían de los tipos de interés y de su capacidad para fabricar billetitos. Todos nos apuntamos al manantial del préstamo fácil para elevar el nivel de vida, alentados por políticos solo preocupados por la reelección que nos seducían con más y mejores “servicios públicos esenciales”. En Washington, en Roma, en Londres, en Madrid… Nadie escuchó a los aguafiestas que alertaban de que alguna vez habría que pagarlo todo. Cuando la burbuja estalló, algunos gobiernos creyeron que se podría seguir estimulando la economía con dinero prestado. Error sobre error. Su solución ya era el problema. Pero insistieron y ahora estamos atrapados en otra burbuja distinta: la de la deuda soberana. Necesitamos endeudarnos para seguir disfrutando de lo ya que podemos pagar. Por eso nos irritamos cuando Alemania responde que “la ayuda económica es un calmante que solo puede comprar tiempo, pero no afronta las causas fundamentales de la crisis”. Somos yonkies de una droga llamada deuda, sin la que no podemos vivir. Y tenemos culpables: Merkel y Draghi. En esas estamos. Todos. Despejando responsabilidades. Suplicando un chute financiero para calmar nuestro síndrome de abstinencia, en vez de encarar de forma decidida la desintoxicación. Dejándonos seducir por los flautistas de Hamelín que prometen bienestar sin sacrificio, crecimiento sin austeridad y convierten en línea roja cualquier ajuste. Caminamos juntos hacia el abismo. Todos. Sin humildad para reconocer que nuestra prosperidad era hipotecada. Sin coraje para asumir que no habrá salida hasta que purguemos la sobredosis cuyos efectos alucinógenos nos llevó a confundir con la realidad lo que sólo era una ilusión.

LA RAZÓN, 27/07/2012

viernes, 20 de julio de 2012

Egoísmo y subversión

   La democracia es un régimen de opinión pública. No se agota votando una vez y callando los próximos cuatro años. Los Gobiernos cometen errores, pierden por el camino la confianza ganada en las urnas y, cuando llega, la protesta callejera puede estar justificada. Pero cuidado con trasladar la representación de la voluntad general a la calle, como pretende la izquierda cada vez que no gobierna. Una cosa es la protesta democrática. Otra muy distinta, la subversión a la que están convocando estos sindicatos transformados en mamporreros siempre de la misma opción política. ¿Les recuerdan erosionando la legitimidad del Gobierno socialista cuando Zapatero se convirtió en el primer presidente de la democracia que redujo el sueldo a los funcionarios? El recorte fue del 5 por ciento; la extra de Navidad supone el 7,1 por ciento. Dos puntos y la algarada que no se desató entonces ya está en marcha con la “espontaneidad” habitual de cuando la izquierda tira de manual para la agitación callejera. Los sindicatos abrevaban en suculentas subvenciones mientras el Gobierno socialista sembraba de paro y miseria la geografía española. Sublevan ahora a los afortunados de tener un trabajo fijo que pagan todos los españoles por pedirles un ajuste que se está haciendo también en las empresas privadas (o en el mismo PSOE, que ha bajado un 25 por ciento el sueldo de sus empleados para evitar los despidos). Las manifestaciones de ayer fueron una ilustrativa demostración de solidaridad. Y, por qué no decirlo, de patriotismo. Seis millones de compatriotas sufriendo en silencio la condena del paro, dos de ellos ya sin ningún tipo de subsidio, y quienes gozan de la estabilidad de un empleo público incendian la calle con su ira egoísta frente a un Gobierno que, errores aparte, en este caso sólo pretende esquivar los despidos con una reducción de sueldos. Es España. Y así nos va.

LA RAZÓN, 20/07/2012

viernes, 13 de julio de 2012

¿Inevitable?

 Franklin estaba en lo cierto. En la vida sólo hay una cosa tan segura como la muerte: los impuestos. Siempre están a mano para los Gobiernos en dificultades. Zapatero llegó presumiendo de que bajarlos era de izquierdas. Se marchó habiéndose comportado como todo buen socialista: dejándolos más altos de como los encontró. Rajoy no esconde su transmutación: “Dije que bajaría los impuestos y los estoy subiendo”. Más difícil de entender es por qué un presidente al que no le gusta subir los impuestos eligió en diciembre aumentar el IRPF en vez del IVA para no perjudicar el consumo, motor de la actividad económica, y ahora eleva éste sin reducir aquél, que exprime el esfuerzo del trabajo.
   Que los impuestos formen parte de nuestra vida no significa que aumentarlos sea inevitable cada vez que el Estado necesita ingresos. Un socialdemócrata como Schröder sentó las bases de la recuperación alemana en 2003: liberalizó el mercado laboral (como Rajoy), recortó los subsidios del paro (como Rajoy), amplió la edad de jubilación (como Zapatero) y, ¡sorpresa!, redujo los impuestos: el tipo máximo del IRPF descendió del 48,5 al 42. Con el PP hemos pasado del 45 al 52, eso sí, bajo el eufemismo de “recargo solidario”, porque ya saben que no hay impuesto que no tenga un fin solidario, faltaría más. Aunque seamos tan poco libres para decidirlo como ahora Rajoy para marcar otra política distinta a la impuesta por Bruselas.
   Alemania emprendió también reformas de carácter constitucional. Por ejemplo, la de su Estado federal para adaptarlo a los nuevos tiempos, suprimiendo duplicidades y propiciando la agilidad en la toma de decisiones frente a bloqueos inmovilistas. Una reforma, la del modelo de Estado, tan necesaria, y ésta sí inevitable, de la que aún no hay noticias en España.

LA RAZÓN, 13/07/2012

viernes, 6 de julio de 2012

De estímulos y libertad

   Tocqueville vislumbró hace dos siglos adónde caminábamos: “El gobierno trabaja de buena voluntad por la felicidad de sus ciudadanos, pero decide ser el árbitro exclusivo de esa felicidad; les garantiza su seguridad, prevé y compensa sus necesidades, facilita sus placeres, gestiona sus principales preocupaciones, dirige su actividad, regula la dejación de propiedades y subdivide sus herencias: ¿qué queda sino librarlos de todo el trabajo de pensar y de todas las dificultades de la vida?”. Libertad por seguridad. Cedimos a la tentación y no nos quejamos hasta que el modelo ha alcanzado su inviabilidad. Ahora no existe Gobierno -ni alternativa- que pueda darnos lo que veníamos recibiendo a cambio del voto. Pero conservamos la fe en el gasto público: el Gobierno debe “estimular” la economía, aún a costa de seguir engordando la deuda, porque hay que salvar las “conquistas sociales”. Como apenas hay excepciones a esta idea enraizada en nuestra clase dirigente y en la opinión pública, resulta reconfortante escuchar voces como las de Arthur Laffer, que estos días ha pasado por Madrid invitado por FAES con una repercusión mediática muy inferior a la de ése apóstol del gasto que es Krugman. ¿Qué defiende Laffer? Dos cosas. La primera: el gasto de un Gobierno se traduce siempre en impuestos. La segunda: el Gobierno no crea recursos, los redistribuye, y para dárselos a alguien se los tiene que quitar a otros. Impuestos y redistribución desestimulan. “A la persona a la que das el dinero encuentra un filón para obtener recursos sin esforzarse. En cambio, a quien quitas su renta le desincentivas porque obtiene menos de lo que merece por su esfuerzo”, afirma. Por eso su receta frente al gasto no es la austeridad. Él prefiere llamarlo libertad. Porque los Gobiernos no son filántropos: gastan más de lo que deben para mantener a sus votantes en la dependencia.

LA RAZÓN, 6/07/2012