Los españoles entregaron a Rajoy una mayoría descomunal para que nos sacara de una crisis insólita. Las cuentas públicas estaban quebradas y España, condenada a un dramático rescate si no actuaba con determinación en una situación de emergencia nacional. A Rajoy no le tembló el pulso: incumpliría cuantas veces fuera necesario su palabra si con ello contribuía a devolver la confianza en España y a recuperar una economía en situación de enfermo terminal. “No he cumplido con mis promesas, pero he cumplido con mi deber”. Dos años después, España afronta un futuro distinto. Los riesgos no han desaparecido, el empleo aún no ha vuelto y queda camino por recorrer. Pero donde nadie daba un duro por España, ahora todo son expectativas halagüeñas. Rajoy se está jugando 2015 a una sola carta: la recuperación económica. Confía en que al final los españoles sabrán disculpar la ausencia de lo que Wert, antes de ser ministro, consideraba como una condición indispensable para afrontar el desafío: “Un relato de sacrificios compartidos y de sacrificios con sentido”. A Rajoy le ha faltado aliento churchilliano, es verdad.. Será anécdota si los resultados terminan dándole la razón.
Encauzado el reto económico, para disgusto de una izquierda a la que se le pasa el arroz y no consigue convertir a España en Ucrania, Rajoy llega a la Convención de Valladolid con el optimismo enturbiado por las dudas que en parte de su electorado crea la gestión de asuntos medulares para los que no existe la justificación de imperativos presupuestarios. Es un desapego peligroso. Está alimentado a veces por sensaciones y emociones, percepciones subjetivas que no siempre se pueden rebatir con la objetividad del dato contable.