viernes, 26 de octubre de 2012

Sin rumbo, 30 años después

  
   Treinta años se cumplen el domingo. El PSOE alcanzaba en las urnas una mayoría abrumadora. Quizá irrepetible. Apenas habían transcurrido siete años de la muerte del dictador. Los españoles entregaban su confianza a un líder joven catapultado sobre un lema falso (“Socialismo es libertad”), pero entonces creíble. Felipe González había soltado el lastre del marxismo en una jugada valiente que le liberaba del pasado para ganar el futuro. Treinta años después de aquél histórico 28-O, el socialismo español se hunde camino de la irrelevancia. Ha dejado de ser creíble. Es la herida por la que se desangra tras ocho años de culto norcoreano al delirio de Zapatero. Donde todos los desmanes que nos han traído hasta aquí eran jaleados por una corte de mediocres aupados a un cargo que nunca imaginaron por currículum, mientras los solventes consentían en cómplice silencio. Enternecedor escucharles denunciar ahora, a Leguina, Bono y compañía, lo que avalaron con su voto cobarde. Ya da igual. La superioridad moral que permitía al PSOE desenvolverse con impunidad en nuestra democracia ha caducado. Los españoles han dejado de creerles. Ni los del PP son los nietos de Franco, ni el PSOE garantía alguna de las pensiones. Esta crisis pavorosa ha descolocado a un socialismo al que incomoda gobernar sobre realidades, cuando antes le bastaba con una hábil y demagógica gestión de los sentimientos buenistas. Resulta patético verles en la algarada pancartera nada más ser apartados del poder por la voluntad mayoritaria. Ya no cuela. Tampoco la progresiva pérdida de identidad nacional del único partido que en sus siglas lleva la palabra “español”. Así que ya pueden enredarse ahora en el falso debate del liderazgo. Política de avestruz. Nunca hay viento favorable para el navegante que no sabe dónde va.

LA RAZÓN, 26/10/2012

viernes, 19 de octubre de 2012

Escocia no, Lincoln

   Están eufóricos. David Cameron, un conservador británico de quien no esperaban nada, les ha facilitado el espejo en el que mirarse: Escocia. Leo en Gara: “La UE no puede aceptar que Escocia vaya a votar y Cataluña y Euskal Herria no”. Y en La Vanguardia: “El Reino Unido ha encontrado encaje jurídico entre la legitimidad democrática expresada en las urnas y la legalidad vigente”. El País Vasco alumbrará el domingo una gran mayoría antiespañola. Las elecciones catalanas vendrán después. Entonces, el problema estará en la mesa con toda su crudeza. En la del Gobierno, que deberá darle respuesta. También en la de todos los españoles, pues es la integridad de la soberanía nacional la que están pretendiendo romper de forma unilateral cuando fuimos todos quienes hace 35 años decidimos en libertad fundamentar en ella nuestro régimen constitucional. Esta es la razón de que no sea Escocia, sino el proceso fallido de la Secesión norteamericana, el que ayuda a entender la amenaza de ruptura que sufre España. En 1860 los estados norteamericanos ya no conservaban su soberanía originaria; los ciudadanos de todos ellos (“Nosotros, el pueblo”) la habían cedido en 1789 para “formar una Unión más perfecta” que asegurase “para nosotros mismos y nuestros descendientes los beneficios de la libertad”. La secesión no era un derecho. Quebraba el principio del gobierno democrático. No se puede consentir a la minoría romper la baraja cada vez que la mayoría no se deja persuadir de su pretensión. Menos aun cuando trata de imponerla bajo amenaza de subversión. Defendiendo la Unión, Lincoln aseguró la supervivencia del que entonces era el único gobierno representativo sobre la Tierra. Son momentos para releer al gran presidente norteamericano y, con él, responder a los secesionistas: «Ustedes no tienen derecho a romper la Unión, pero yo sí tengo la misión de proteger, defender y preservar la Constitución y la nación».

LA RAZÓN, 19/10/2012

viernes, 12 de octubre de 2012

España, nación, libertad

   Cuarenta años de silencio acomplejado ante un relato nacionalista basado en la falsificación histórica y el adoctrinamiento desde las aulas han acabado por corromper los conceptos de patriotismo y nación. Pero como sucede con otros tantos valores (el esfuerzo, el mérito, la excelencia), aparcados para el disfrute de una equivocada promoción del Estado del Bienestar y que ahora estamos obligados a recuperar, España no superará los dos grandes desafíos que enfrenta (crisis económica y órdago secesionista) sin una idea clara del patriotismo y la nación. 
    No es una raza. Tampoco una lengua o cultura. Ni siquiera un territorio, como quieren hacernos creer. La nación es una suma de ciudadanos que uniéndose para garantizar su libertad individual y el proyecto de vida que pueden forjarse con ella, la constituyen. Es la lección de 1812 que una España sin fe y sobrada de prejuicios ha perdido la oportunidad de actualizar en su Bicentenario mientras otros aprovechaban para llenar de esteladas el Nou Camp. La nación de individuos integra y protege a todos. Por eso la nación es lo opuesto al nacionalismo: un baluarte de la libertad frente a la uniformidad totalitaria y la exclusión del que disiente. 
    El nervio de la nación española también está siendo puesto a prueba por una crisis económica que no admite salidas particulares. «Juntos somos más fuertes», repite estos días Rajoy, apelando a la idea de la nación como una empresa colectiva. Ojalá no sea tarde ya para recuperar el impulso patriótico del que hemos carecido. Porque si, según la clásica definición de Renan, la nación es un plebiscito cotidiano, llevamos décadas alimentando un modelo político que potencia lo que nos separa y erosiona la voluntad individual de cooperar en el esfuerzo común. Y nada comparte quien no se siente parte.

LA RAZÓN, 12/10/2012

viernes, 5 de octubre de 2012

La pancarta de Pedraz

   “Ocupa el Congreso”, “La Constitución ha muerto”, “Que se vayan todos”… ¿Se imaginan cómo hubiera reaccionado la izquierda política, social y mediática si estas pancartas las hubieran portado jóvenes con camisas pardas y el pelo rapado? ¿O azules y con gomina en la cabeza? El fiscal general del Estado dio en el clavo: no se puede consentir la explotación de un justificado malestar social para deslegitimar las instituciones que garantizan la convivencia democrática. Así llegó el fascismo al poder en los años 30 del siglo pasado, con el incendio del Reichstag como icono. El juez Pedraz ha extralimitado su función al hacer suyo el principal argumento de la protesta (“la decadencia de la clase política”) y creer en la bondad de la convocatoria. Es evidente que si la Policía no lo hubiera protegido, el Congreso habría sido asaltado por los violentos. Era lo que pretendían. Los políticos huérfanos de respaldo en las urnas que tratan de pescar en el río revuelto de la demagogia deberían recordar a esos jóvenes que sin políticos, sólo hay caudillos. Y cuando éstos llegan, añoramos entonces el valor de la democracia. Ese tipo de gobierno que, como definió Popper, “permite librarnos de nuestros gobernantes sin derramamiento de sangre”. Es verdad que el vigor de una democracia depende de que los ciudadanos crean en la virtud de sus dirigentes y hoy existen motivos abundantes para sentirnos defraudados. Pero la libertad no es una fiesta ácrata. Tiene sus límites. Los que rechazan los sindicatos para seguir campando a sus anchas sin una ley de huelga que regule este derecho fundamental. Los que estas almas cándidas (o no) de la “democracia real” enfundadas en camisetas del Ché violentan mientras, con su desconocimiento de la historia y el amparo de un activista con toga, intentan inocular los gérmenes del totalitarismo en una sociedad predispuesta a buscar en el otro la culpa de los males propios.

LA RAZÓN, 5/10/2012